jueves, 15 de enero de 2009

CONFESION (II)


La calle está llena de seres solitarios que intentan olvidar. Yo me encontré con ellos y fui olvidando la angustia de mi casa. Pero también me olvidé de los libros, del colegio, de los amigos.
Mi madre estaba demasiado cansada para notarlo, mi padre tenía bastante con su enfermedad. Solo mi hermana me dijo que estaba equivocada, que tendría que dar cuentas del tiempo que estaba perdiendo. Pero, no le hice caso. El tiempo perdido era el no vivido. El de las clases aburridas y los libros que solo hablaban del ayer.
─Quiero morir ─gritaba mi padre cada día.
Y yo deseaba su muerte también y odiaba a mi madre cuando trataba de calmarlo y le decía que el sufrimiento de este mundo lo premia Dios en el otro.
Dios nos había olvidado. No estaba en mi casa triste. No estaba con mis nuevos amigos. No estaba en las imágenes de los telediarios, ni en las fotografías de la prensa. Mis amigos lo sabían y yo lo sabía también. Mi Dios se había quedado muy lejos, en la mañana de mi primera comunión, cuando mi padre todavía sonreía y mi madre me había besado mientras ataba los lazos blancos en mis coletas.
Ahora ya está. En el cuarto vacío entra la luz y la casa está caliente. Pero mi madre no ha vuelto a sonreír. Se sienta frente al televisor apagado y mueve los labios en una única frase. “Quiero irme con él”.
Me da miedo dejarla sola, pero la pensión que nos ha quedado de mi padre es una miseria. He salido a buscar trabajo y me he dado cuenta de que no tengo ni un solo certificado que avale mis conocimientos, soy tan sin papeles como los inmigrantes, y mi preparación es nula Le digo a la gente que trabajaré duro, pero ellos miran mis manos cuidadas y dicen que me avisarán.
Ahora sé que el tiempo viaja en un solo sentido y que el tiempo perdido es irrecuperable.
Oigo mi nombre en boca de mi madre y el mar susurra colores nuevos.
¡Voy, madre, voy!

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